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El colegio de la Sagrada Familia de Montevideo - La Aguada

Patio Central

No he querido hablar del colegio que vemos, sino del que llevamos dentro: el colegio de nuestra memoria y de nuestros deseos. Ése es el único colegio que cuenta para mí y el que he querido transmitir.

El colegio Sagrada Familia es para mí un colegio del misterio, el deseo y la angustia. Un colegio en el que he gozado y sufrido, en el que he sido generoso y mezquino con el cariño. Y estas líneas narran alguno de los episodios de mi larga estancia en él. Una estancia que se confunde con un viaje y con una vida. Pues mi colegio es a la vez un colegio que existe en el espacio pero también en el tiempo: el colegio moderno y cordial que me encontraba cada día cuando recorría sus interminables corredores, y el colegio de la memoria, en el que viven imágenes de otros mundos. De forma que, sobre el colegio real siempre gravita el colegio de mis recuerdos y sueños, y bien me puede suceder que al lado de los niños que hoy juegan en los patios tropiece de pronto con sus padres y madres con los que nos conocimos cuando tenían esa misma edad y corrían y jugaban en esos patios. Pero también en mi corazón veo en los salones de clase o sentados en un banco, junto a otros jubilados, a mis maestros ancianos en la época que, con paso quedo y pando, salíamos a dar una vuelta por nuestro colegio, y que al poco tiempo se cansaban, pues ya no eran los jóvenes vitales que habían sido.

Es extraño un colegio así, no tienes un momento de tregua. Tanto que, a veces, me preguntaba si hacía bien no buscando refugio en otro más tranquilo, o al menos sin tantos sobresaltos. ¿Pero podría vivir sin las visitas de esos “huéspedes de la niebla”? Y me decía: No, no podría; o al menos, no quería hacerlo, a pesar de que muchas noches no me dejaran dormir. Y el colegio Sa-Fa es para mí ese colegio de recuerdos, fantasmas y quimeras que me hicieron la vida valiosa y añorada.

Salón

Y me doy cuenta de cuántas situaciones y personas han quedado relegadas en la memoria y, ahora con más tiempo, vuelven, si es que alguna vez se fueron, y reclaman mi atención y cariño. Y tampoco he tenido en el tapete de la memoria a los oponentes, que es lo que menos importa, tanto por su reducido número como por su escasa talla épica; a veces también he tenido un tanto opacadas en las manifestaciones de afecto a las personas que he llegado a querer a lo largo de los años, y que son más numerosas, y más importantes que todos los otros elementos de la vida diaria. Ni de los Hermanos que algunos, al morir, se llevaron una parte de la sabiduría y la fraternidad, del espíritu de cuerpo y de familia haciendo honor al nombre del colegio, pero que nos dejaron un legado lleno cercanía, bondad y buen hacer y bien decir. Ni de algunas personas amadas que siguen vivas en la memoria y el corazón más allá de tiempos y lugares, zozobras y certezas.

Todos tenemos, más allá del colegio que vemos y por el que caminamos, un colegio que se esconde, un colegio que sólo nosotros conocemos y que, sin embargo, es en el que más íntimamente llegamos a encontrarnos con los demás. Un colegio de silencio. Creo que los momentos más decisivos de nuestra vida, los más hondos y delicados, están hechos de silencio. Eso es el silencio, esa llama que corona las cosas y los seres cuando nos visita el cariño. Y una llama da luz, es decir, crea un espacio para compartir con los otros. Y nuestro colegio es, por encima de cualquier otra cosa, el lugar en que más veces he visto encenderse esas llamas humildes.

¿Tiene alma el colegio? Me refiero a ese soplo inasible de vida que ha dado en llamarse “espíritu de un lugar”. No tengo duda alguna en afirmar que sí, aunque no siempre sea fácil llegar a ella y haya momentos que ofrezcan una resistencia mayor a manifestarse.

Capilla

Pero un colegio, la historia de sus ambientes y de sus gentes, no sólo es la historia de las distintas manifestaciones de grandeza, sino también de sus desfallecimientos. O dicho de otra forma, la historia de tantos momentos en los que sus moradores le dieron la espalda, lo que casi siempre supone la entrada en épocas de tristeza y desolación. Épocas en que esos mismos habitantes se miraron como extraños, pues el alma de un colegio no es otra cosa que ese soplo de reconocimiento y de vida común que, a la manera de los acuíferos y las corrientes sumergidas, a todos pertenece por igual; aquello que precisamente por no pertenecer a nadie puede ser de cualquiera, con tal de que lo sepa merecer. Que es, en definitiva, de todos y de ninguno.

Tal vez por eso, si queremos conocer el alma de un colegio, más nos vale dejar de lado los grandes sucesos de su historia, sus construcciones y sus fastos, para concentrarnos en esos lugares más íntimos y secretos, que el alma suele elegir para manifestarse en el mundo. Y en esa alma, el colegio obtendrá su fuerza y dinamismo para llevar a cabo sus principios y mantener la tensión creadora y evangelizadora.

En la carta que manda el Hno. Superior general a los Hnos. que vinieron a fundar en Montevideo está plasmado con meridiana claridad lo que deben tener en mente y corazón para que la obra responda a la finalidad que impulsó esta misión.

Corredor

Y al lado de estos momentos de epifanía están, claro, esos otros en que el alma huyó o, al menos, no se manifestó, de nuestro colegio. A causa de la intolerancia de algunos de sus moradores.

Pero el alma siempre encuentra la forma de regresar. Y en nuestro colegio volvió a hacerlo a través del empeño y el buen hacer de la inmensa mayoría de sus habitantes. Cada día ha sido más fuerte el hincapié en los valores humanos, la cordialidad, la “pietas”, la sencillez, la profesionalidad y actualización pedagógica, la calidad educativa, la cercanía, el esfuerzo por mejorar… In oratione, labore et charitate: pax.

Y digo esto porque nuestro colegio es poco conocido en su carisma y en su esencia. De forma que más allá de esa serie de tópicos, que hablan de un colegio conservador, austero, con solidez mineral en sus principios y valores, que afirmamos y que nos enorgullecen, hay un colegio bien distinto que quien lo visita o vive y trabaja en él puede encontrar sin esfuerzo con sólo asomarse a sus corredores.

El autorretrato de cada pueblo o cada colegio no está construido con piedras o ladrillos, sino con palabras, habladas y recordadas: con opiniones, historias, relatos de testigos presenciales, leyendas, comentarios y rumores, anécdotas, cuentos no muy comprobables…

Y es un retrato continuo, nunca se deja de trabajar en él. Hasta hace relativamente poco tiempo, los únicos materiales de que disponían un pueblo o un colegio y sus habitantes o moradores para definirse a sí mismos eran sus propias palabras habladas. El retrato que el pueblo o el colegio hacía de sí mismo, aparte de los logros físicos fruto del trabajo de cada cual, era lo único que reflejaba el sentido de su existencia.

El colegio del deseo es morada, cueva o laberinto íntimo, lugar que como los espejismos, no parece existir por sí mismo, y se alimenta de los pensamientos de quienes lo visitan, de la calidad de sus anhelos y visiones. Cada edificio o lugar es una puerta que lleva a preguntarse qué habrá al otro lado.

Gracias. Deo volente.

Hno. José María de la Fuente Fernández


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• Colegio Sagrada Familia, Montevideo. • Jueves 28 de marzo de 2024